De Marta Agudo: una poética de la herida

Mateo Rello

Cuando, allá por abril de 2022, decidimos que la web de CARAVANSARI fuera algo más que una hemeroteca y comenzó a funcionar como revista virtual, nuestra primera intención fue inaugurar la sección de Inéditos con poemas de Marta Agudo y Antonio Méndez Rubio. Abrimos, sí, con la poesía de Méndez Rubio, pero en aquel momento ya no pudimos contar con la colaboración de Agudo, así que, cuando apenas acaba de cumplirse un año de su fallecimiento, hemos querido rendirle nuestro particular homenaje con este breve ensayo dedicado a su obra.

Marta Agudo.
Fotografía: Luis Burgos ©

Un escenario escueto, pero iluminado por la intensidad de una luz agria e inclemente, una luz reveladora de imágenes perturbadoras y, en su aspereza, espléndidas. Ese es el mundo que conforman los apenas cuatro títulos que nos dejó la poeta Marta Agudo, y aun teniendo en cuenta que el primero, Fragmento, no corrió la suerte de sus versos anteriores gracias a la intercesión de Ada Salas y Eduardo Moga. A ambos debemos agradecer el indulto.

Escenario, dicho con toda la intención en una poeta estudiosa y deudora del Barroco, que siempre tuvo en Góngora al representante de la modernidad poética. Breves tablas para representar una apoteosis de tiempo y muerte con hechuras existenciales y valentianas; doblemente escueto por la brevedad de sus poemas y la de los volúmenes que los han recogido, una producción magra, prematuramente truncada, en la que, ciertamente, no sobra nada y que reúne una poesía más intensa que oscura, más personal que hermética, disolvente para con las convenciones de la alienación y luminosa en la analogía intuitiva, de trazo expresionista y vuelo surreal. Versos sin elementos discursivos, pero ajenos a cualquier vocación de pureza: “Por mi parte, escribió la autora, siempre he confiado en la función social de la poesía, aunque sólo sea por su capacidad regeneradora del lenguaje, por su modo singular de representar la realidad, bien sea ésta un prostíbulo de carretera o la furia con que la luz abrasa las arenas del desierto.”[i]. Sobre esas tablas se representa el drama de la “cadena del ser”: del mundo (y su teatro) al eslabón final y más íntimo de la conciencia, con su propio teatro que a su vez se hace poema. Julieta Valero, en un texto fundamental[ii], al referirse a los poemas de Fragmento utiliza una imagen que compartimos: “Son escenarios semánticos, son también unidades rítmicas y espaciales.”

Entre la vida y la obra o, por mejor decir, entre lo biográfico y la poesía, asistiremos a la conversión del drama de la existencia en la tragedia de una autora que lo jugó todo en la apuesta por lo apolíneo, por el orden, por la construcción de estructuras que le permitieran sostener su vida, su pensamiento y su creación -en definitiva, por la construcción de un lenguaje- y que cayó víctima de un desorden a su modo fatal: el genético, que asume la forma de la enfermedad. La herencia que supone el verse arrojada a una existencia sin sentido y sin posible trascendencia, y acaso la herencia de unos rasgos de personalidad que la persiguieron, deviene en última instancia en esa oscura fatalidad, refrendando o remachando así su pesimismo vital. Y ese será uno de sus grandes temas. Queda de tal paradoja trágica, atravesada de cruel ironía, lo que Marta Agudo tuvo y dejó: los poemas. Poesía, en definitiva, como consuelo, como herramienta para estar en el mundo (y para aprehenderlo) y, siempre, como estilo de vida, forma de mirar y “destino irrecusable.”[iii]

En una ceremonia de la diversidad

Visto con sobrada perspectiva el panorama de la poesía española del último medio siglo, queda claro que, muy grosso modo, la necesaria ola novísima que empezó a finales de los años sesenta llegó a ser inflacionaria, y le siguió ya en los ochenta el correctivo del realismo experiencial; la alargadísima sombra oficialista posterior de este fue, a su vez, impugnada en la siguiente década por una pléyade de autores y estéticas en un campo de dispersión posmoderna. En efecto, “Mediada la década de los noventa, escribe Manuel Rico, asomó en el panorama poético de nuestro país una leva de autores, autoras sobre todo, que se situaban en un lugar distinto a las estéticas dominantes, de corte realista y experiencial, practicadas por quienes comenzaron a publicar en los albores de la transición política. En aquella década última del siglo XX se abrió paso una suerte de ceremonia de la diversidad, de la convivencia de estéticas, de cierta contestación a cualquier tendencia hegemónica. Eran las poetas que habían nacido en la década de los setenta y que apenas habían sobrepasado los 20 años. Marta Agudo era una de ellas”[iv] [v].

No entraremos aquí en el estudio de esa eclosión y coexistencia de poéticas. Baste decir que, a veces por motivos espurios (ahí está la encarnizada vileza de quienes persiguieron a Valente y, muerto este, a Antonio Gamoneda más allá de la pura discrepancia estética), a veces por un lógico enfrentamiento legítimo, la convivencia ha distado de ser siempre pacífica, pese a los intentos de establecer territorios de encuentro, como el orfismo de Luis Antonio de Villena.

“Julieta Valero ha definido cabalmente el malestar vital de Marta Agudo: una ‘extranjería metafísica’”

Sea como fuere, en dichas coordenadas empieza la andadura poética de Marta Agudo (Madrid, 1971-2023). Dentro de ese magma, y sin pretender encasillar una obra tan personal y tan rica, sí es cierto que la poeta se muestra estilísticamente afín a la corriente que luego ha sido llamada “del silencio”: una poesía minimalista, con más peso en el lenguaje y en la imagen que en los elementos discursivos; Eduardo Moga precisa más, en un texto del que luego se hablará, al señalar una cierta influencia de Ada Salas sobre la autora, aunque sólo refiriéndose a Fragmento (y es cierto que en sus títulos posteriores no encontramos el influjo de la cacereña)[vi]. No por nada, Agudo fue coordinadora junto a Jordi Doce de pájaros raíces. Entorno a José Ángel Valente (Abada, 2010) y a este dedicó buena parte de su producción crítica. De hecho, y más allá de la propia poesía de nuestra autora, pájaros raíces tiene algo de manifiesto generacional; en la introducción, Agudo y Jordi Doce hablan por todos los participantes para recordar “(…) hasta qué punto la obra y el ejemplo de Valente han gravitado sobre nuestro trabajo literario, formando parte cardinal de la trama que llamamos tradición, sin la cual cualquier paso al frente, cualquier intento de evolución y crecimiento, es un paso en el vacío.” Quienes se manifiestan en estos términos son “(…) creadores y críticos jóvenes, los mismos que comenzaron su itinerario intelectual cuando Valente enfilaba ya el tramo final de su producción.” (Págs. 7-8).

Porque, con todo y ser lo más destacado su faceta creativa, a la madrileña le debemos también una importante labor crítica; la practicó en ensayos, ediciones, traducciones y en varias cabeceras –Quimera, Turia o Qué leer, entre otras- e incluso formó parte del equipo de redacción de Nayagua, revista de la Fundación Centro de Poesía José Hierro, además de colaborar con diversos artistas plásticos. De todo ello se hablará en su momento, en tanto esta faceta es inextricable de su creación poética.

La radical peripecia

Los cuatro libros de Marta Agudo (Fragmento, 28010, Historial y Sacrificio, más un pequeño conjunto de inéditos que luego veremos), en realidad cuatro poemas unitarios de estilo siempre reconocible, depurado y coherente, se sostienen sobre una poética de la herida. De la herida infligida por una existencia marcada por el sinsentido, el desamparo y la muerte sin trascendencia, y en la que la voz poética desde la que Agudo escancia su poesía se siente extraña. Al hablar de la obra de Joan Vinyoli, la poeta señala el “Malestar vital” del catalán y encuentra en él un espejo del suyo propio, originados ambos en la misma “radical peripecia de estar vivos”, según fórmula que ella acuña en Historial. Lo precisa cabalmente Valero al definir la esencia de tal malestar, que es la de una “extranjería metafísica”[vii].

Otra faceta de este daño radica en la extrañeza de esa voz frente a la sociedad de los otros, faceta más evidente en 28010, aunque una fraternidad salutífera le mueva hacia ellos. Y luego, por supuesto, está el factor corporal, porque el sino de nuestra vulnerabilidad y mortalidad reside fundamentalmente en el cuerpo -“Sepa el cuerpo sus golpes”, previene ante la vida desde su primer título-. El corolario de esta suma es el producto alterado del miedo, omnipresente en los versos de la autora, hasta el punto de que ya en ese libro inicial sentencia sobre su poética que “Fue la cifra del miedo/ tu destreza”.

La corporalidad[viii], por cierto, es una de las características de la obra de Agudo: es carnalmente metapoética, y lenguaje y verso están en ella somatizados. Esta íntima relación de ambos elementos, conciencia y cuerpo, que son -somos- uno, toma un nuevo cariz exacerbado, urgente cuando lo corporal deja de ser expectativa biográfica mortal para subyugar como herida acuciante de la enfermedad del cuerpo, que viene a profundizar la tortura de la conciencia. La sensación de vulnerabilidad del enfermo deviene al fin imagen de la propia condición humana. “La desnudez, escribirá en Sacrificio cuando cae bajo las agujas del hospital, recibe sombras de algún temor infantil o ancestro del daño.” Esta sensación encuentra en los dos últimos libros, que forman un ciclo, una imagen elocuente, que se irá repitiendo, y que está llena de resonancias sociales: la patera. Entre ambos polos, cuerpo y conciencia, que son indiferenciables porque la enfermedad tiene además unas lecturas morales y sociales, se desenvuelve esta poética de la herida y la de su constante condición existencial: un radical desamparo.

En su personalísima manera de ser barroca, no es de extrañar que planee sobre esta poesía un personaje tutelar, valga la sangrante contradicción: Segismundo. Dicho así, como licencia, si bien a la vez designando una mentalidad, y sin descartar que Agudo tuviese presente con frecuencia al presidiario existencial. Al fin y al cabo, la noción de que somos reos de nacimiento está en el origen de la esencia existencialista de la poeta. “Sin más juicio que nacer”, lamenta en Sacrificio, que precisamente se abre entre otras con la célebre cita del “qué delito cometí…” O, más medularmente, en Historial: “la paradoja del inocente: si vivir ya implica morir, para qué estos sorbos de nada precedida.”[ix] Al respecto, una lectura atenta de la última obra de la madrileña arroja luz sobre el conjunto, porque se revela como culmen de una idea que la recorre: la del sacrificio de los individuos -de los inocentes-, que evacúan sitio en la existencia para los que llegan a ella en un ciclo constante e implacable.

La paradoja inocencia/culpabilidad va escorando, insistimos, hacia una particular versión de la condena celestial de Segismundo: la herencia genética, el oscuro reloj de unas anomalías de antiguo inscritas en la carne, que acaban siendo númenes tan indiferentes como fatalmente puntuales. La propia Vida, de hecho, es una terrible y maravillosa apoteosis de indiferencia hacia la vida humana y su inteligencia. Por eso, si la actitud esencial de la autora es fatalista y, por lo mismo, estoica, hay a la vez en esta obra una relación problemática con esa Vida (“cabalgata triunfal/ sin broche alguno” dirá en Fragmento), que ni nos necesita, ni nos puede conocer, ni tampoco, pues, compadecerse de esa vida nuestra y de la anomalía de la inteligencia, que acentúa nuestra soledad cósmica; al cabo, inteligencia que -ciencia con dolor- acarrea la conciencia de mortalidad, mientras sitúa a la voz de estos poemas en la celebración de ese espectáculo tan ajeno como espléndido.

Noticia del fondo marino

No hay solución de continuidad entre los trabajos críticos de Marta Agudo y su propia labor poética. Los autores que la ocuparon (Góngora, Valente, Vinyoli) son de un modo u otro emblemas de su propio estilo. Lo mismo ocurre con sus intereses genéricos: dedica su tesis doctoral al fragmento y al poema en prosa, además de preparar una antología y un dossier sobre este[x]. Su título primero será toda una declaración de intenciones al respecto: Fragmento (Celya, 2004; Godall Edicions, 2022). La reedición del libro por Godall se cerrará con un esclarecedor Epílogo de Julieta Valero, en el que esta señala que “Decía Susan Sontag, otra autora muy referencial para Agudo, precisamente en su ensayo sobre Cioran que, una vez rotas en la Modernidad las formas tradicionales del discurso filosófico, ‘las posibilidades que quedan en pie son el discurso mutilado e incompleto (el aforismo, la nota o el apunte) o el discurso que ha asumido el riesgo de metamorfosearse (la parábola, el poema, la narración filosófica, la exégesis crítica)’” (págs. 79-80). La opción estética de nuestra creadora será, así, una forma de situarse en el mundo como respuesta -por otro lado, muy del silencio– a una crisis histórico-cultural.

Más aún, el estilo fragmentario formará parte de una determinada respiración. Màrius Sempere, en su prólogo a Novembre del meu any de néixer i de morir de Jaume Sisterna, define un estilo parejo de un modo que ilumina nuestro caso: es el ritmo del pensamiento. Una sintaxis con frecuencia truncada situará al lector en ese ir y venir inconexo de la vida interior, igual al de la suya propia. A la sombra de una elipsis, el poema depende de lo elidido: es lo que emerge, el archipiélago que cobra sentido si tenemos presente lo que anuncia: el fondo marino en su totalidad, la conciencia. A su vez, la obra en su conjunto da cuenta de ella. Esta forma de decir tiene también una faceta dramática: los poemas son fogonazos de aquella luz inclemente y agria, destellos que interrumpen por un instante un mar de sombras, y con los que se manifiesta la criatura desamparada: momentos de un parlamento o discurso interior.

No se piense por eso que la poesía de Agudo pueda ofrecer un aspecto deslavazado o espasmódico. La poeta, que manifestó reiteradamente su necesidad de elementos que le permitieran ordenarse, precisaba de una estructura que sostuviera los poemas en el sentido, haciendo de cada volumen un poema unitario. Sin esa malla, todo naufraga en la ocurrencia, el capricho o, directamente, en la impostura. En última instancia, el fragmentarismo cobra sentido y unidad en la propia obra que le sirve de andamiaje. Agudo fue muy clara al respecto, así que lo más clarificador será cederle a ella la palabra: “Escribo// para ordenar el pensamiento; de ahí mi interés por los libros que articulan de manera razonada sus poemas.”[xi] Años después, en la Nota de la autora con que se acompaña la reedición de Fragmento, esta escribirá: “Nunca he sido autora de poemas sueltos, sino de libros, de conjuntos poemáticos. Necesito una estructura, algo así como un armazón generador que impulse el surgir de las palabras y las ordene.” (pág. 71). Para ordenar el pensamiento, para construirlo como lenguaje y hacia una identidad: eso será 28010. Pero siguiendo en este momento, es muy revelador que Agudo, al referirse al proyecto de las prosas que se adelantan en Poesía pasión…, hablara de ordenarlas en dos grupos, el de “la vivencia del orden y la del caos.”

Iremos volviendo sobre esto, porque en cada título hay una clara pauta estructural que lo sostiene, amén de reiterados recursos a los propios conceptos de gramática y sintaxis como elementos poéticos. En lo que respecta a su ópera prima, la poeta fue igualmente muy explícita. “Escribí los poemas de Fragmento, dice en la Nota a la reedición de Godall, a mediados de 2003, animada por un trabajo sobre la Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora que me dio el epígrafe inicial del libro. Al amparo de esta cita, tuve también la idea de ‘encadenar’ los poemas abriendo cada uno con la palabra que cerraba el anterior.” (pág. 71). De nuevo en su Poética, leemos: “(…) cada unidad se engarza con la siguiente mediante la repetición de una palabra, lo que me permite crear una ‘cadena del ser’ iniciada con el término ‘mundo’ y acabada con el de ‘conciencia’, como los dos polos que delimitan cada vida.” (pág. 87). Eso es Fragmento.

Ni ebrio origen ni trazo rebosante

Otro rasgo definitorio de estos versos en lo estilístico, con la relativa excepción de Historial, es, sin duda, su brevedad, su condensación. Siguiendo con la Poética de la antología de Moga, quien, por cierto, vincula este estilema con el silencio, la autora define la suya como una “poesía breve para tensar las palabras hasta el límite, como búsqueda de los distintos matices que a través de la metáfora puede alcanzar un término cualquiera.// por una extraña imposición. (sic)” (pág. 87). En su esencialidad y despojamiento, todo en estos poemas y prosas poéticas está regido por la condensación y va de su mano a la sentenciosidad, apurando a veces la metáfora hasta, como bien señala Julieta Valero, la (libre) exactitud aforística o deshaciéndola secamente en una definición quirúrgica: “Y el ser:/ madriguera incapaz de tanta pérdida”, “Luz, amanecer del tiempo” o “Piel/ -telón prendido a la derrota-.” Por decirlo con las palabras que Agudo dedica a Joan Vinyoli en un texto al que volveremos, esta poesía tiende siempre a “(…) un tono sentencioso a modo bien de postulado ético (…), bien de conclusión”[xii], de nuevo con la relativa excepción de Historial, que tiene por momentos algo de compulsión aterrorizada. Si el resultado es una prieta malla de imágenes de libre asociación, estas vienen sujetas al rigor de una estética coherente, perturbadora, ricamente imaginativa y muy personal.

Por su parte, Fragmento supone también una cierta excepción en el contexto de la obra de la poeta, ya que las piezas están escritas desde un vocativo convencional y abstracto al servicio, como su tono adusto, de una metafísica: va más allá de la propia vida y hacia un concepto de existencia humana, entendida como gesta y derrota. “No es casualidad, señala muy acertadamente Moga en su estudio, que en estos poemas abunden las formas verbales del infinitivo y el gerundio (…) que expulsan del texto todo yo, toda adiposidad sentimental” (pág. 91). Quizás por eso, el amor, que no la ternura, es el gran ausente de estos libros, con contadísimas excepciones, frecuentemente en las dedicatorias de los poemas más que en estos en sí.

Otra excepcionalidad del volumen en el conjunto de esta poesía radica en un detalle interesante, que tiene que ver con esa querencia barroca de la autora. No es infrecuente en los poemas de Fragmento una cierta tendencia al hipérbaton, que se irá viendo en las propias citas que vienen a continuación, huella sublimada y sintética del influjo gongorino, ausente del resto de su obra. Y si ha estudiado a Góngora, cuya consideración como gran maestro de la metáfora comparte, también lo ha hecho con Vinyoli, del que celebra el uso del encabalgamiento, acercándolo visualmente al hipérbaton e igualmente importante en este primer volumen.

Con todo, su querencia barroca no incurre en el menor exceso: “Ni ebrio origen ni trazo rebosante” reza programáticamente uno de los versos del poemario. Y es así. Sin embargo, en toda la producción de Agudo late a la vez una pulsión hacia el derramamiento (“desbordar”, “rebosar” son verbos frecuentes), contrapuesta a una noción de circularidad vinculada a lo opresivo, tanto como a lo protector y gramatical (“cero”, “círculo”, “cadena”…).

Vértebra a vértebra

Se ha dicho más arriba que el estilo de Fragmento está al servicio de una metafísica, que es el quid de esta poesía. Va siendo hora de detenerse en la conflictiva y contradictoria relación con la existencia tal y como se muestra aquí.

La poeta se refiere muy barrocamente a Fragmento, en su Nota a la reedición de Godall, como “(…) un libro tan atravesado por la idea muerte” (pág. 72)[xiii]. Se trata de una visión absoluta y constantemente finalista que se acompaña de una actitud estoica, lúcida y fatalista, no carente de contrastes y contradicciones. Una poesía concebida desde estas premisas no podía dejar de hacer incursiones en el ser. Define, seca y desabridamente: “Y el ser:/ madriguera incapaz de tanta pérdida.”, para enlazar en el siguiente poema con su corolario: “Madriguera de miedos/ es el cerebro.” Lo fragmentario alcanza también a la ontología. Como el ser, así el mundo, así la realidad son una quiebra: “Construye el mar su pecho de pedazos/ como el tiempo su orden de derrotas./ Fragmentado su verbo (…)”. La misma enfermedad, que ya aparece, cumple una función cíclica, de la que hablaremos mucho, y simbólicamente ofrece una imagen que podría servir de infausto lema a los dos últimos trabajos, si bien ahora es emblema de nuestra condición herida: “Ser en destrozos”.

“Una paradoja trágica atraviesa esta obra: la de una autora que lo apostó todo por lo apolíneo y cayó víctima de un desorden fatal: el genético”

Versos, en fin, que cifran en sí mismos toda una visión existencial, cuya raíz está lógicamente en el desamparo de un ser “heredado”, en la orfandad y en el contraste acentuado entre inteligencia/orden y sinsentido. Lo dice, quizás con resonancias de Manrique y del epitafio a Sawa:

Sin red.

Cordón umbilical

        Sangrando por las calles.

Principio humano.

Jamás cordura tanta

        cifró tanta caída.

Esta voz no incurre en coartadas ni consuelos de una trascendencia individual o gregaria. “Por si la carne fraguase una verdad”, deja ondeando, pero ciertamente no apela a más consolación que la epicúrea del placer[xiv], “Ave fénix de escombros”, que reiterará.

En dolorosa coherencia, esta será, lo recordamos, una poesía fuertemente corporal y además con frecuencia carnalmente metapoética, somatizada también en ella la reflexión sobre el lenguaje. Es revelador en este sentido un poema que conceptualmente podríamos considerar casi un caligrama y que, hay que subrayarlo, expresa su poética:

Vértebra a vértebra yergues el discurso,

geometría del verbo

        en verso suspendida.

Ni ebrio origen ni trazo rebosante.[xv]

Así hace también ante el misterio de la creación poética:

Letra

       o labio en derrota.

¿Cómo nace entonces

        del verbo la honda mies?

Con todo, en tanto alienta, y porque lo hace, ese cuerpo llamado a la muerte forma parte de la Vida. Una Vida que, aun siendo vasta, ajena e indiferente, supone un espectáculo fastuoso, lo mismo que es admirable la naturaleza, “serena y eficaz”, y pese a que esa belleza aparejada acentúe nuestro mal: “No disminuye el dolor la belleza,/ pero rozado su acorde/ se palpa el precio de su don.” En sintonía con la celebración, y a la vez subrayando el carácter soberano de la poesía, del ámbito del poema, los títulos de la autora, también con excepción de Historial, tienen algo de genesíaco en su obertura. Así el primer poema de Fragmento, todo potencialidad: “Mundo preñado,/ amaneces./ Humedad alargada de los siglos”. Tal será el primer eslabón de la cadena que unifica los poemas, del mundo a la conciencia; como parte compleja, y en marcha, de ella, la identidad y su construcción serán la materia de su segunda entrega, 28010.

Una mujer por una calle de niebla

Marta Agudo, como queda dicho, produjo muy poca obra, y muy lentamente. Siete años después de la publicación de Fragmento, ve la luz su siguiente poemario, 28010 (Calambur, 2011). Una de las características de esta brevísima producción es la de su estilo homogéneo y coherente, perfectamente reconocible. Con todo, interesa destacar otra diferencia fundamental entre su primer conjunto y los siguientes. Si los versos del primero nos los escanciaba una voz impersonal, luego se verterán de habitual desde una primera persona en la que hay que detenerse un momento. Sabemos, porque así lo explicó la propia poeta, que “[Fragmento] fue escrito –de manera inconsciente– con la voz de un hombre. (…) [En 28010] empecé a subsanar esta anomalía tomando el verso de Cernuda (‘Un hombre gris avanza por la calle de niebla’) y dándole un acento más íntimo: ‘Soy una mujer y avanzo por una calle de niebla’”[xvi] (Nota a Fragmento, pág. 72). La adaptación de la voz al propio género es sólo la primera de una serie de operaciones dirigidas a un propósito quimérico: el de construirse una identidad radicalmente propia. Quimérico porque la creadora no se engaña nunca en lo referido a la, en efecto, quimera de la identidad, si bien precisa los mimbres para aliviar un tormento vital, ordenándolo. Al respecto, nada más clarificador que otro texto suyo publicado unos años después de este segundo título.

Hemos incidido ya en la coherencia entre los intereses críticos y creativos de la autora. En 2014 ve la luz la traducción que hizo de Todo es ahora y nada / Tot és ara i res, un poemario de Joan Vinyoli. Seguramente, mientras escribía el prólogo, era consciente de hasta qué punto estaba trazando su propio perfil poético. Porque en ese prólogo está ella misma como poeta, su misma “(…) búsqueda incansable por los paisajes de la interioridad”. “La poesía de Vinyoli, sigue Agudo, nace del cuestionamiento y batalla ‘de’ y ‘con’ lo existencial, así como de un impulso de genuina fidelidad con lo que se vive, de apego a las circunstancias físicas y psíquicas, hasta el punto de haberse estimado su obra por parte de la crítica como una ‘novela’ o, yendo más allá, diría yo, como una autobiografía intimista.” (págs. 16-17). Aun a riesgo de abusar de las citas, se sigue su conclusión, que arroja además tanta luz sobre alguna faceta de 28010: “Por último, y si volvemos al malestar vital de quien escribe, ha de mencionarse siquiera su lucha interna entre la tendencia a aislarse y su conciencia de lo sanador del entendimiento con los otros.” (Pág. 24).

Volviendo al segundo volumen de Marta Agudo, el índice da pistas de cómo encara sus trabajos de masonería personal, estableciendo lo que nos parece conmovedoramente casi un plan de estudios: “Fonética”, “Sintaxis”, “Geografía” y “Secuencia”. Es curioso observar de qué modo, en fecha tan temprana como 2004, cuando aún acaba de salir de imprenta Fragmento, la autora viene intuyendo los parámetros desde los que desarrollará 28010. En la antología de Moga, además de algunos poemas de su ópera prima, se recogen tres pequeñas prosas ya mencionadas que, además de incidir en aspectos anteriores, esbozan anticipadamente muchos de los elementos fundamentales de esta entrega: desde la imagen inicial (“Signos sin referentes prolongan su despojo como acertijos en blanco” [el subrayado es mío, y en seguida reencontraremos la imagen]); siguiendo con la tan problemática como necesaria relación con los otros; hasta, y sobre todo, las labores de la auto-reconstrucción y sus fases o disciplinas (“… la propia geografía. Geometrizar la memoria […], rehaces el curso de tus piezas y hallas su sola y posible ordenación: la pasión de tu figura.”) (pág. 90).

En la mañana más blanca del mundo

Veamos la pieza que hace de pórtico al poemario: “Sitiada en el cero, en la mañana más blanca del mundo, rebosa la contradicción. Bastaría con urdir nuevas coordenadas: fonética, sintaxis…/ Suena un timbre.” Se reconoce nuevamente el impulso genesíaco en la obertura, la presencia de una materia que desborda y, especialmente interesante, el timbre que la llama a escena: barroca siempre en espíritu, desliza un énfasis en la construcción del papel (una estructura, en suma) que se habrá de representar una vez tejida la nueva piel. ¿Impostura, autoengaño? Ninguno: si somos lenguaje, y de eso se trata en última instancia, el empeño en levantar el propio no es más que una medida coherente y necesaria; si el lenguaje, como sistema, nos constituye, eso será lo que busque; lo mismo que, más concretamente, proclama: “(…) la verdadera patria del hombre es el idioma”. El proceso puede ser artificioso, hasta arbitrario, de acuerdo; el lenguaje resultante, sin embargo, ha de conducir a una verdad, como el poema.

La voz inicia el curso con la mochila llena de malestar en la cultura y de herencias, así que 28010 tiene mucho de radical operación de higiene y de desmantelamiento del sentido dado. El détournement de frases hechas, con la desconcertante apariencia de paradoja y de nonsense, pero enriquecedor del sentido, será herramienta habitual en la subversión que anima a la voz: “Siembra silencios y recogerás soledades”, por ejemplo, o “No por mucho madrugar soñarás más certidumbres.” Aunque no faltará un componente lúdico en su batalla, este juego va en serio y nos deja a la intemperie, sin nuestra protección convencional. Esa voz, en todo caso, es la primera expuesta y corre el riesgo de acabar sin paraguas bajo la tormenta. Al fin, ¿qué margen tiene la criatura que somos para ser ella misma, más allá del legado y la cultura?

Marta entre lo dislocado

Recordemos que la neófita lucha por construir. El impulso de 28010 no es a tumba abierta. Una vez más, una estructura unitaria sostiene los segmentos de un poema único: secciones simétricas de 11 textos. Se trata de pequeñas prosas en las que lo fragmentario y el encadenamiento siguen presentes; están escritas en primera persona con alguna nota impersonal y, como ya será hasta el final en la producción de la autora, con cierto tono confesional, con algo de diario de Marta en un mundo “dislocado”. Lo veremos sección por sección.

Lógicamente, empieza con la “Fonética”: los sonidos del habla o, antes, el soplo que fue en el principio. Contrapuesto a la despersonalización y masculinización de la voz de Fragmento, ese “soplo” es el de un génesis infantil, que pugna con la extrañeza -de entrada, la que produce el propio nombre, impuesto por los padres-, y pugna por la identidad; va con esta la conciencia de la artificiosidad, de lo convencional, tanto como acaso la de la riqueza que suponen la cultura y la creatividad, y acaso también la de su poder alienante. Dice, de nuevo dramáticamente: “Me llamo Marta. Me llaman Marta. Fui bautizada en escenarios sin dueño hasta que mis ojos fueron, poco a poco, dilatándose en ficciones.” Parejo al uso de la primera persona, se introduce, pues, el del nombre propio como elemento poético, y también en esto con una evolución de la que inevitablemente hablaremos.

De un modo u otro, las apelaciones a la infancia unifican los poemas de esta serie. Se deletrea, se desanda. Hay juego en las imágenes y una tímida esperanza, tanto como ácido cuestionamiento de nuestras coartadas. Un objetivo queda fijado y, somatizándolo, se propone: “Habré de callarme para recomenzar, frotarme las manos para que desaparezcan las huellas dactilares y, en la explanada abierta de la palma, poder sembrar las vocales de un lenguaje propio.”

En la siguiente sección, “Sintaxis”, tocará aprender la escritura social: “(…) sintaxis de los prodigios, la relación del yo con sus restantes.” Por convencional, no se podrá participar en el juego sin someterse a la violencia de un reglamento impuesto, a la arbitrariedad de un lenguaje inquisidor al que ajustar el propio. Con todo, se plantea una nueva faceta de la posible herencia, de su peso y prisión: “¿Se hereda la estructura mental de lo escuchado? ¿Hacia dónde, pues, trazar la fuga?”

Subyace un profundo malestar psicológico en estos poemas, una inadaptación casi fóbica. No es armónica ni fluida la tela de araña de las relaciones sociales, es puro caos, que delata precisamente la insuficiencia del lenguaje para enfrentarlo. Como en su propia escritura, la voz jugará la única baza que le permite sobrevivir y afrontar ese horror a lo magmático: lo apolíneo; lúcidamente concluye que debe “Aprender el ritmo”, una estructura. Porque, aun siendo la extraña, la ajena, sabe que necesita “la caricia del conjunto”, “sanadora” si recordamos la expresión que usa referida a Vinyoli.

Hemos dicho que es la extraña, no la extranjera. Sutilmente compleja y contradictoria, precariamente armónica, “Geografía” acoge una serie de conflictos entre opuestos que, sin encajar, son al menos refrendados simultáneamente por la realidad. Como en su primera obra, va, en un magnífico puñado de poemas, del mundo a la conciencia; aquél, bajo la forma ahora de entorno urbano y bombardeo mediático, ofrece la suficiente apariencia de orden, una sujeción convencional para esta, todo y cuestionar su banalidad, su legitimación de la monstruosidad moral: “Ciudad peregrina, pero en orden, albergas pelucas y santuarios, frecuencias que sin rozarse construyen la veracidad de un mapa…”. ¿Otra vida en otro lugar? No se deposita esperanza en la posibilidad de huir, porque, como Kavafis en su ciudad, no dejará atrás ese yo atormentado. Poco después vuelve la pulsión adánica, el sueño de una higiene radical que borre el pecado original (una vez más, aquel lejano coito que la marcó con la carga del legado; de nuevo, la arbitrariedad del lenguaje): “Rebobinar y desdecir la saliva que aquí me trajo. Volver a generar una sintaxis que no tenga filiaciones, adherirme a los caminos, contemplar la rectitud del monte, el descanso sonoro de las playas…” No hay, en fin, conclusión, sino una evidencia gozosa: “Aquí, en mis calles, la angustia se atenúa: veintiocho cero diez.” Calles de Chamberí que la sacan y la albergan[xvii], y dan su castizo título al libro, ocultas bajo la concreción administrativa de un código postal.

Recorre 28010 una misteriosa leyenda sobre la inexistencia del tiempo. Se anticipaba su asunción, ya que no del todo la reconciliación, en “Geografía” y desemboca en una última serie de poemas, “Secuencia”. Esta es la apoteosis de la temporalidad, la sujeción al puro carácter sucesivo de los días, en suma, al “rito manso de la desaparición”[xviii]. Refrenda de nuevo ese saber terrible el campo semántico de lo fúnebre: “sumidero del yo” (el suelo), “zanja”, “grietas”…

No faltan rasgos de ironía y hasta casi de humor -un humor podría decirse que autoinfligido- en la obra de Marta Agudo; todo y escasos, son sutilmente magníficos. Teatralmente, así se sitúa entre la necesidad gregaria y esta sujeción al día, que casa tan mal con la inteligencia humana: “Aunque soy tanto de ustedes que apenas me conjeturo, soy tanto del tiempo que apenas me reconozco”. Pero estamos con el testimonio literario de una superviviente. Recuerda la inmediatez de la infancia, convoca la higiene que le permita recuperar o remedar un lenguaje propio. Si la identidad, al fin, es una quimera y no hay más triunfo que el de la muerte, luchará por construir la suya desde esa intensidad: “(…) Empujón de grietas, acógeme y silba los acordes de cada jornada sobreviviente; los sonidos para edificar la mañana en que tenga que enfrentarme a un rostro sin gestos, presencia nueva, y reescribir las junturas dúctiles, larvarias de cada ficción.”

La sangre mordida

Julieta Valero definía en parte 28010 como un “itinerario de conciencia”, visión afín a la “autobiografía intimista” que es para Agudo la obra de Vinyoli, y con la que ella misma se estaba definiendo. Podríamos precisar mejor recuperando la idea que la propia autora expresó en Fragmento: es la cadena del mundo a la conciencia. Esa suerte de memorialismo sublimado, sutil y esencial tiene su continuidad unitaria en los dos siguientes libros.

Porque Historial y Sacrificio conforman un periplo de la poeta y de su voz. En cierto modo, y quizás sea redundante decirlo de la obra de cualquier creador, toda la suya lo es; pero estos dos títulos van encadenados por un destino: la enfermedad[xix]. En 28010 leíamos “Me llamo Marta”; en Historial (Calambur, 2017) es la enfermedad quien la nombra, cuando la fatalidad se ha hecho orgánica, “esguince de genes”: hacia ese sentido se desplaza la impronta -la traición- de la herencia en estas dos entregas. Por una cruel ironía, una autora que pugnaba por alcanzar cierto orden, y que apelaba a la estructura para lanzarse a la creación poética -acto de fe y experiencia totalizadora del lenguaje-, cae víctima del desorden genético, de una mortal lotería de la excepcionalidad, y así lo va reiterando ahora: el corazón “espolea sangre o excepciones”; un muchacho morirá porque, como ella, nació ya marcado por “La sinrazón de la anomalía”; tan adentro de la carne semejante maldición, la suya es, en fin, “una sangre mordida”. Desandar lo heredado deja de ser higiene para convertirse en supervivencia.

Urgido por la enfermedad, el tiempo pierde su carácter de secuencia o sucesión: la voz se encuentra en “El centro: ahora-aquí”. El primer poema repercute en todo el conjunto. Con trágica precisión lorquiana, dice: “El día quince de mayo a las doce y media salió de la consulta con las palabras ‘enfermedad sin tregua’. El día quince de mayo a la una menos veinte tomó un café a solas porque todo lo verdadero resulta intransferible, y el dolor, que sólo sabe de presente, se acomodó de acuerdo a su designio.” De tal modo se compacta, en sólo presente, porque de forma brusca y exacta ha ingresado la poeta en su nuevo estado: estar enferma y acabar siendo enferma en medio de una Vida ciega, que no conoce sentido, sino dirección.

Un café a solas

En este nuevo estadio, los omnipresentes conceptos de soledad y condena adquieren, conviene reiterarlo, si no una nueva dimensión, sí un carácter de urgencia, de cierta exacerbación. Recuperando el primer poema, allí se lee “a la una menos veinte tomó un café a solas porque todo lo verdadero resulta intransferible”. Esa soledad esencial, todo y terrible, también dota de una relevancia particularísima e irrepetible a cada individuo, a su vida y a su muerte, una idea ya presente y recurrente desde su primer libro. En Fragmento sabía que “(…) cada hombre ante su fosa/ bien vale una excepción”; en la pieza que nos ocupa, poco después de referenciar ese café del solo, escribirá: “Ninguna muerte se canjea por otra, ningún muerto representa a otro”. De hecho, Historial es un fresco poliédrico de todo lo humano desde la trinchera de la enfermedad.

“En esta poesía, donde la estética se ve apurada por lo prosaico, la inteligencia acude en su socorro: nada chirría”

Antes de continuar, y al hilo de esa ternura tan irónica como dignificadora de cada criatura condenada y viva, quiero volver de pasada sobre un rasgo poco frecuente en la poesía de Agudo, pero revelador de una actitud y una mentalidad: verdadero humor, ese humor autoinfligido: “… No existen más mejillas. De nada sirve la permuta de la confesión: a tres pecados capitales ciento veinte padrenuestros; a dos masturbaciones siete rosarios y cantar bingo una vez cumplida la penitencia.” O en la “Coda”: “Camas en paralelo para no intimar. El hedor momentáneo ensaya un rictus de muerte y las neuronas aún no pueden escayolarse.” Son las contradicciones y contrastes que hacen tan personal esta producción, y con las que vamos a seguir.

La habitual actitud estoica y fatalista es la piel del mismo corazón herido, y acaso esté encontrando su gran cifra cuando protesta: “(…) la paradoja del inocente: si vivir ya implica morir, para qué estos sorbos de nada precedida.” Sin rendición (ni abandono de la escritura), esta suerte de dietario en que se ha ido convirtiendo la obra de la autora refleja, manteniendo su impulso metafísico, un cambio de actitud en lo que respecta a la resistencia. Aquella nobleza heroica de Fragmento ante una existencia concebida como “gesta y derrota”, que se había modulado en 28010, donde reconocía que “si resisto es sólo por constancia”, se ha convertido hacia el final de su tercera entrega en cansancio: “El mérito, se sabe, es resistir, pero yo no nací para odiseas”.

Con todo, no lo ignora, dentro de sí sigue la tenacidad animal, casi ajena, casi macabra, por aferrarse a la vida: “Dicen que al morir, con la sanción del instinto, miramos hacia arriba procurando imaginar unos segundos más” o, con imagen tremenda y genial, “La esperanza persiste en el cráneo como flor que alguien deja dentro del ataúd.” A su pesar, se diría, este aún es un libro de lucha: “Hacer del menos virtud, hondonada brillante; hacer del miedo viveza, religión que no conjugué…” Es lógico que en el contraste ganen como siempre en intensidad las habituales pinceladas de celebración de la vida y de la Vida, y de dicha vena manan algunos poemas realmente espléndidos. En ocasiones, como acabamos de ver, sólo se trata de la sorpresa ante esa Vida que, incongruente, pugna en el propio cuerpo enfermo: “… Pruebas médicas aseguran que las uñas crecen todas al mismo ritmo./ Orden elemental./ La energía y sus discursos.” Otras veces, sin embargo, irá de lo particular a lo general, desbordando tropos. Nos detendremos un momento en ese desplazamiento. Son poemas, queda dicho, magníficos, como el que se abre valentianamente “[Material memoria o este cuerpo que pronostico mío…]”, una bellísima pieza que hace carne particular de la cosmogonía y de la historia natural. O el poema “[En el principio la sístole]”, en el que nos detendremos más adelante. También “[El frío del postoperatorio…]”, el cual, a su vez, inaugura una línea de pensamiento en la producción de Agudo que empieza por cuestionar la escatología providencialista que subyace en el mito moderno del Progreso, lleva aquí a cuestionar de alguna manera el evolucionismo y se convertirá, llegados a Sacrificio, en puro pensamiento mágico. Por ahora nos interesa centrarnos en la lectura social que nos revela este poema, junto a otros elementos a los que vamos, al poner en solfa el aparentemente neutral positivismo de la ciencia, al servicio en realidad del capitalismo más criminal, valga la redundancia.

Ciudadano de aquel otro lugar

Una de las tres citas que abren Historial es aquélla en la que Susan Sontag habla de nuestra doble ciudadanía, “la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”. Hay resonancia social, una forma de terrible solidaridad entre desamparados, en la comprensión por parte de la voz poética de su nueva ciudadanía, que expresa con una metáfora impregnada, sí, de conciencia social, y con la que nos va a familiarizar incómodamente: la patera. Dice de la enfermedad: “este mar febril para ahogarse en cinco pateras y una intemperie”; lo mismo en la casi greguería “El hospital (…), patera hacia la hipótesis de un después mejor”. La voz se siente miembro de una suerte de Internacional de los enfermos, “mapamundi del dolor”; desde esas filas lanzará su particular impugnación del impúdico reto de ciencia sin raíces cuando se solidarice con la lucha de los afectados por la talidomida, o cuando constate la necesidad y fracaso casi orgánicos de las ideas de justicia y progreso, como será el caso del poema “[El perro ahogado…]”.

En última instancia, si la condición humana encuentra su imagen en la sensación de vulnerabilidad del enfermo, “Ser en destrozos”, esta tiene, como se ve, su correlato social, en el que luego ahondaremos un poco más.

Trazo casi, casi rebosante

El presentismo en que dolor y miedo han instalado el decir de Historial también tiene un inevitable reflejo en su estilo. Una vez más el conjunto se desarrolla de acuerdo a una estructura que lo unifica: secciones de seis poemas, funcionando siempre el sexto a modo de estribillo con variaciones, que se va desarrollando como en un movimiento musical hasta su final abrupto. Significativamente, y acorde con esa mutación del concepto temporal, abre siempre este sexto poema-estribillo, en realidad apenas un versículo, el adverbio mientras, hasta llegar al último: se cierra, durativo desnudo, con tan sólo ese adverbio y puntos suspensivos.

Este tercer trabajo, que gozó de una calurosa acogida crítica, rompe por momentos con la característica brevedad de la producción de Agudo, y aunque nunca incurre en el “trazo rebosante”, sí hay un tono de casi euforia histérica, un desbordamiento que tampoco sorprende en quien está sufriendo los vaivenes emocionales y físicos de semejante proceso. Hay, eso sí, poemas más largos, algunos en prosa o versículos, en los que alterna la primera persona con formas impersonales, abriendo y cerrando los poemas en ocasiones con el discurso truncado del fragmento y con el resabio del encadenamiento textual, un modo de hacer, en fin, que es el suyo.

Pero decíamos que este poemario abre el periplo de la enfermedad. En consonancia, la corporalidad de estos versos se va infiltrando de términos médicos y científicos, y ese recurso será administrado por la autora -por la víctima- con gran pericia: si en la nueva situación su presencia es lógica, incluso “natural” -campo semántico de la enfermedad como estado vital, del historial médico-, su potencial carácter disruptivo en el poema es reconducido a las claves de un ensalmo, elementos casi mágicos pese a la sordidez hospitalaria, contrapunto y canción, cuyo uso no está exento por momentos de rabia y hasta de ironía. Estos elementos, como las prácticas médicas que van apareciendo en los poemas, son compañeros de viaje, hoy escorados a la enemistad por una antigua maldición; y no se olvide nunca que, en esta poesía, donde la estética se ve apurada por lo prosaico, la inteligencia acude en su socorro: nada chirría.

Parejamente, la arraigada querencia metafórica de Agudo, quien mantiene su displicencia retórica, se impregna de tal registro. El poema “[Latidos, respiración, escuadrones de tripas…]” ofrece todo un catálogo de estos usos que, como en Fragmento, se permiten deshacer en ocasiones la metáfora al mantener uno de sus elementos o un conector, oscilando entre el aforismo y la greguería: “La vida: existencia capicúa: nada-vida-nada”; así también el fragmento cernudiano -y simbólicamente fundamental en esta obra, como veremos al hablar de Sacrificio-: “La oxitocina: manos que desean, manos hambrientas tendidas hacia el aire. Que nos acepten o la travesía muda del dolor.” O el lapidario “La traición o esa última nada”. Diremos finalmente que ocurre otro tanto con el détournement de las sentencias: “Dadme un cuerpo cabal y buscaré otra forma de muerte.”, “Dadme un nombre y adivinaré su modus moriendi”.

Seguimos hablando de la carnalidad de esta poesía y, con ella, de la condena, de la predestinación. Hay una imagen que, incardinada de tal modo, recorre la obra de la autora y plasma la evolución de su visión: las huellas dactilares y las líneas de la mano. Ya vimos en 28010 que la voz confía en una simbólica y adánica higiene para liberarse de la herencia y de algunas cicatrices, digamos como licencia, producidas por el super-yo; aquí el peso está en una quiromancia fatal: “¿El mal, el fatum…?/ En las líneas de la mano tu alfabeto.” para llegar a la piedad herida y desolada, casi póstuma del último volumen: “Nacen [los niños] con las yemas de los dedos ya labradas. ¿Las huellas iniciales del sacrificio?” De hecho, la imagen ilustra plenamente la visión escéptica sobre el que supuestamente es uno de los momentos culminantes de cualquier pareja: la paternidad. Esta implica en realidad el ingreso del hijo en una condición desamparada, que también enturbia el propio nacimiento -máxime por la maldición genética-; en consecuencia, pone en solfa todo lo relacionado con esa paternidad hasta reducirla a un acto fisiológico. “Será el origen un éxodo de labios./ …Entonces el amor,/ su simetría…”, anunciaba en Fragmento, para rematar ásperamente en 28010 con “(…) la saliva que aquí me trajo”. Ese lejano acto compromete de este modo a todo un universo biológico.

Volvamos un momento a uno de aquellos poemas que hacen carne de la Historia natural, porque es un compendio perfecto de la visión existencial que anima la obra de la poeta y nos acerca a su conclusión desde el reproche a los progenitores. Se trata de una pieza bellísima que condensa en un latido el impulso genesíaco y su retracción mediante un juego heraclitano de opuestos, si no en equilibrio, sí en implacable sucesión simétrica; están también, el choque entre lo apolíneo y lo dionisíaco, la circularidad, la carnalidad…:

“En el principio la sístole. Expansión de neuronas, huesos./ La sangre estructurada en cópulas que ascienden. El instinto no entraña incertidumbres. Sólo él es el gozo de los ríos, fertilidad de dos carcasas hambrientas. Sometido a la incompleta idea de la evolución, el germen se hace úlcera, el pez simio descalzo y el cerco el hogar de los audaces.

“Fue en principio la diástole. Contracción y hundimiento,/ lo sumiso de diez falanges truncadas, la palidez de un dios sorbido por su propia naturaleza. El clamor de lo arrojado reclama sus contornos y el cristal enuncia la baja del padre por sus hijos.

“Orden y caos como siameses, recíprocos minutos. Escribir la alternancia del haz y su envés, extracto o fuga que concitan el perímetro perfecto.”

Entramos así de lleno en el universo simbólico de la entrega final de Marta Agudo. Pero antes de abordarlo, es preciso señalar una influencia y, con ella, una transición hacia este mundo último.

Saber la Antártida

Amén de sus labores editoriales, las colaboraciones de la autora se extendieron a los territorios de la pintura y la fotografía, participando en varios catálogos desde 2003, así como dirigiendo El Lotófago, colección de poesía y artes plásticas de la Galería Luis Burgos entre los años 2004 y 2008.

Conviene detenerse particularmente en su relación con el fotógrafo Cano Erhardt, al que le unía una antigua amistad, y que, como vamos a ver, tuvo su influjo en la obra de la poeta[xx]. En 2016 se expone la serie de Erhardt Altas soledades, dedicada a los paisajes desérticos del Salar de Uyuni y de los Andes; Agudo escribe una prosa poética para acompañar las fotos: “Diálogo con la serie fotográfica Altas soledades, de Cano Erhardt”, que ese mismo año Revista de Occidente recuperó en su número 424. Pues bien, en ese texto -pronto nos lo dirá ella misma- está el origen de Historial y aparecerá a modo de Coda, cerrando el poemario, con el título “Cuatro tiempos”[xxi].

Si el lector curioso se acerca en la web del artista a su trabajo, pronto advertirá los paralelismos entre sus paisajes polares y el tercer y cuarto conjuntos de la creadora. Así, uno de los poemas que aparece en Historial antes de este “Cuatro tiempos”, se inicia evocando “Alivia saber la Antártida, más ahora en esta habitación que compartes con una mujer y su máquina de oxígeno”. Lo que aquí no es aún más que anhelo de confín -uno limpio, lejano y ajeno-, tendrá en Sacrificio un alcance simbólico que será ontológicamente totalizador, la alegoría escénica -el “laberinto-iceberg” y el glaciar dantesco- en la que lo situará.

Y es el momento de hablar de Veracidad del mapa (Galería Luis Burgos, Colección El Lotófago, 2021), título que procede de un poema de 28010. A la vez que, en marzo de ese año, salía de imprenta Sacrificio, Agudo firmaba el mismo mes la nota de cierre de Veracidad…, nueva colaboración con Erhardt, que se editará un mes después y en la que se recogen algunos poemas de las tres primeras entregas, “más un puñado de inéditos escritos para la ocasión y que forman parte de un libro de notas en curso, provisionalmente titulado Momento mori.” (pág. 55). Es la única noticia que tenemos de ese volumen que quedó inconcluso y habrá que esperar a la edición de la poesía completa de la autora para averiguar si hubo alguna pieza más[xxii]. Sea como fuere, se trata de ocho breves prosas poéticas que sorprenden por su tono casi vitalista, con un juego metafórico muy barroco, y atravesadas por la reflexión sobre el ejercicio de la mirada y sus posibilidades para avivar el viaje de la curiosidad, tanto como para la ficcionalización de la realidad, donde encuentra una de las posibles raíces del pensamiento mágico y del mito, que en seguida han de ocuparnos.

Antes de continuar, nos interesa recuperar precisamente la nota de cierre de Veracidad del mapa, que ha de confirmar nuestras intuiciones acerca de la influencia del fotógrafo sobre la poeta en esta etapa de su creación: “Me gusta pensar que con este libro se cierra un círculo que se abrió cuando la contemplación de algunas fotos de las series Salty Reflections y Altas soledades, ambas de 2016 -en especial las imágenes de salinas y sus formaciones hexagonales-, me llevó a escribir el poema ‘Cuatro tiempos’, germen de lo que luego sería Historial. Más recientemente, el recuerdo de las fotos de glaciares y paisajes árticos que se incluyen en Wonders of Nature (2017-2018) ha impulsado y condicionado la escritura de mi último libro, Sacrificio (2021).” (pág. 55).

Comisura y patera

Hay en 28010 una imagen, “en cada viaje que amplía el compás sin esfera”, que -abusando de su sentido y arrancándola de su contexto-, podría ilustrar bellamente el funcionamiento del juego de estribillos en Historial y Sacrificio. La última entrega poética de Marta Agudo está escrita con un casi póstumo tono sapiencial, y desde los siete estribillos que la sostienen se desenvuelve una voz serena y libre, no exenta de un punto de amargura por haber llegado tan tarde a esa suerte de equilibrio. “He tenido que llegar hasta aquí, dice el primero de esos estribillos, para entender la caligrafía gozosa del mar.”; “(…) para reírme del suicidio de mis pestañas”, sentencia el segundo. Ese tono, sin embargo, no debe llamarnos a engaño, porque la simbología que titula el volumen, la del sacrificio, es terrible. La imagen de la sucesión entre los que vienen a la vida y los que la abandonan para dejarles lugar, la del sacrificio del inocente, está desde el principio en la producción de la autora, cierto, pero culmina en estas páginas con el hallazgo de una personificación, la del minotauro, y de un escenario simbólico, el del glaciar. De nuevo pese al tono sapiencial, mito y escenario continúan el particular simbolismo de la poeta, señala Moga, “empapado de pulsiones oníricas y visionarias”, propias por lo demás de “un libro escrito en trance, como ella misma ha revelado.”[xxiii]

“La condena existencial se solapa con la condena física de la herencia, de la enfermedad como forma de implacable fatalidad o divinidad absurda”

Habíamos dejado el título anterior en “la baja del padre por sus hijos.” Sacrificio se abre acogiéndose en cita inicial al barroquísimo qué delito cometí para remachar, en el poema 3, “Sin más juicio que nacer… Padres que juegan a la ficción de ser padres porque un día dijeron ‘Sí’…” La visión existencial de la poeta concluye, en efecto, en una apoteosis sacrificial: sabemos que ese “Sí” no es tanto una decisión como parte mecánica de la continuación de una cadena fatal, el cumplimiento ciego e irresponsable de la cadena del sacrificio. A este respecto, es esclarecedor el epílogo de la autora, que bien podemos leer como un último poema: “No pensaba yo aquí en ceremonias rituales sangrientas, sino en una gran sima azul donde se produce la paulatina permuta. Me viene a la cabeza el movimiento en ambas direcciones: personas ofreciendo sus manos para poder nacer y personas nuevamente empujadas por Asterión al agua que emerge con la ruptura del glaciar. Alimento o simple recreo. Una imagen que contiene toda vida y su daño, toda la pérdida y el placer del soplo. Comisura y patera.” Más aún, al leer este último libro, conclusión de un génesis, cifra de un naufragio, se aprecia hasta cierto punto toda la obra de Agudo bajo una nueva luz y con la sorpresa de hasta qué punto esta imagen sacrificial y sucesiva, la visión de la hecatombe, ha sido una constate en toda su producción[xxiv].

Por la parte que le toca a la voz poética, de nuevo la condena existencial se solapa con la condena física de la herencia, de la genética como forma de implacable fatalidad o divinidad absurda que la ha traído prematuramente al disparadero. Todos venimos a una existencia sin sentido y sin trascendencia, pero ciertas criaturas, maldición sobre maldición, llegan con las cartas marcadas por un acelerador; donde otras se pinchan con la rueca, algunas llegan con el mal inscrito. Lo dice la voz con esa manera tan propiamente suya de recuperar para el poema un lenguaje ora político, ora científico-médico: “El tramo más breve entre utopía y distopía avanza en forma de gen: su coágulo, un buceo, un puñado de letras y números en su formulación exacta. No es la espina, es la enfermedad desde el momento uno de la existencia.” Estas criaturas llegan así antes al territorio del minotauro.

En la casa de Asterión

El minotauro personifica la voracidad de ese ciclo vital, no el de las edades del individuo, sino el del flujo implacable que desaloja a unos para que los siguientes encuentren sitio en la existencia. Aun dentro de la mecánica ávida de su hambre, el minotauro es un oficiante, por necesario, indiferente, casi aburrido (espera “Alimento o simple recreo”) y, al cabo, cumple con una higiene, pues los que vienen necesitan el lugar que han de dejar los que se van. Incluso será el que ponga fin al dolor. Pese a ello, la imagen mitológica que vertebra la poética de este libro encuentra más atrás las raíces de una sospecha, la oscura intuición que, desde la edad de piedra, sabe que ese sacrificio mantiene el equilibrio del mundo: es “un sacrificio ordenado que sostiene toda tabla periódica”. En definitiva, hablamos de una ancestral sabiduría que la poeta recupera en sus carnes, yendo de su gotero purificador al viejo rito de nuestros antepasados: “Agua lustral y mortífera. Bosque de gotas sosteniéndose a cada segundo: cambio climático. (…) Quizá sólo el cavernícola supo de la sangre para el equilibrio, tormenta exacta del ‘tienes-te doy.’” En otro gran poema que comparte esa misma mirada mágica, encontrará sus propios miedo y  desamparo en aquellos pintores que, en Altamira, los conjuraban y convocaban con sus trazos; precisando una fecha (“(…) el bisonte de Altamira devana su cerebro un siete de diciembre de hace treinta y ocho mil cuatrocientos veinte años”) nos reintegra su realidad trayéndolos como imposible efeméride a su día de escritura.

En suma, gracias a la clave de ese pensamiento mágico descubre, al fin, otro tipo de orden -primitivo y brutal, si se quiere; equitativo también en tanto que analógico, como lo es todo pensamiento mágico-, una permuta que exige su muerte.

Un infierno azul

Historial se cerraba en un diálogo con las fotos de Erhardt dedicadas a espacios desolados y, de alguna manera, Sacrificio profundiza en esa conversación, desde la foto de la portada, que pertenece a la serie Wonders of nature (2017), al mismo ámbito espacial en que se desarrolla el libro: un glaciar ha colapsado para abrir la boca bostezante de “una gran sima azul”.

Realmente, hay una sensación de confín en el título final. Llegamos al territorio del minotauro, del que no se vuelve, y a la conciencia de que todos vamos, en sus manos, al sacrificio. Se alza en un limen helado y guarda una “cumbre de escalón” por la que estamos llamados a despeñarnos. Es un ámbito dantesco, allí donde la muerte ha deshecho a tantos. Este territorio tiene color: el azul. Ya no es un color relacionado con la vida, como en poemas de entregas anteriores: deviene un emblema fúnebre y hasta la muerte es inminente “Momento azul que libera”. Incluso el propio nombre va siendo asidero precario: “repito mi nombre para recordarme.”

El acto sacrificial se solapa con la tortura médica en forma de agujas y pinchazos, que aparecen en bastantes de los poemas, y prolongan el campo semántico del golpe. “La desnudez recibe sombras de algún temor infantil o ancestro del daño.”, escribe recuperando un miedo ancestral, de la infancia humana y de la propia, ante los pinchazos. En todo caso, la dimensión mítica no excluye la crudeza en las imágenes referidas a la enfermedad y a la sórdida experiencia hospitalaria, omnipresente en estos dos libros. Si alguna vez se había citado la noción de Octavio Paz, que veía al hombre como materia que se piensa, se ha degradado en “Bulto que reflexiona.”

En este territorio final, el tiempo, bien tan escaso, no cuenta. Llega a su conclusión la secuencia vital de 28010, se va a parar el acuciante reloj-pastillero de Historial. Aquella posible doble nacionalidad de la que hablaba Sontag está tan inscrita en la carne que la enfermedad se reviste de inmanencia y “No es un estado, es una condición”; de tan absorbente, tan totalizadora en su mal y en las prioridades que esta precipita, casi podría pensarse desde el título anterior que la enfermedad es nuestra naturaleza esencial, que se puede ser enfermo de nación.

El miedo y sus bocas anchas

Si bien el miedo ha acompañado a la voz desde el principio e impregna igualmente estas páginas postreras (“Habito en la circunscripción del miedo”), hay como en el volumen previo una crítica a los eufemismos y estrategias de avestruz con que una sociedad inerme esconde la enfermedad y la muerte. Ese ir entregando la vida, que no la protege del terror ante su extinción, va bajo la bandera de la lucidez. Con esa ironía tan propiamente suya, da incluso su versión del cuento de los tres monos sabios en el poema 16: “El hombre primero que se perdió entre los árboles para no ver el bosque, el hombre segundo que se tapó los ojos porque así creía ser invisible, el hombre tercero que hizo de su voz grabada un muro de contención… Ninguno supo entender, ninguno defraudó a sus especulaciones. El miedo y sus bocas anchas.”

Precisamente quien más necesitaría de consuelos y subterfugios para sobrellevar el dolor y el miedo, mantiene con coraje, más allá de su situación personal, la mirada crítica también sobre la realidad de su tiempo. Aunque hemos ido viendo alguna faceta de la sensibilidad social de la autora, quizás sea en este último corpus como en ninguno de los anteriores donde se manifieste que, como señala Julieta Valero, “(…) una de las formas en que la escritura de Marta Agudo es intensamente política reside en la respuesta neta de su lucidez frente a toda idiotización perceptiva, frente a la frivolización mercantilista del sentido mismo de nuestra existencia, contra la proliferación, en actitudes y por escrito, de falsas bóvedas de protección que no provengan del vínculo con los demás”. El carácter sapiencial de Sacrificio se torna por momentos en feroz crítica de la puerilización mediatizada que sustituye a la verdadera vida, y que busca en la aprobación ajena el sentido narcisista de la propia, crítica al cabo de la perfecta alienación con la que, esta vez sí, el capitalismo ha matado a la Historia: “El aislamiento y niños pseudoepilépticos con pantallas por ojos. (…) La generación de los selfi se relata a ritmo de instantánea, construye su maldita biografía porque quién es nadie para decirles que ‘no’. Presente puro para narrar que están comiendo al sol en un chiringuito cualquiera o que este cordero lechal está divino. Las comisuras del presente y del pasado limadas en un ‘me gusta’ porque aquí sólo la aprobación de los demás. Rehenes de una tecla. Distopía del viejo examen.”

Como siempre en los versos de la poeta, el existencialismo trágico tiene su contrapunto en los momentos celebratorios. A la terrible visión simbólica que vertebra el poemario, con su corolario de miedo, a lo atroz de un sufrimiento que la lleva a decir “Sólo la idea de poder matarme me ayuda a vivir”, se contrapone la pulsión animal por la vida. Si nos despedíamos de Historial con la imagen-letanía “Se derramaba la vida por los lados”, ha abierto el libro “volcada hacia fuera”, en la esperanza de un ensalmo homérico y de nuevo genesíaco, de una musa que -también pensamiento mágico- revierta con el aliento de la vida la maldición heredada: “Ven y díctame las vocales de aquel soplo inicial para que cada engranaje revierta su torreón y cualquier falla tectónica aspire a ser verdad que no sangra.” Incluso ante el final mantiene el amor por ese principio vital (y por cada criatura nacida para la muerte) y cierra su epílogo recapitulando: “Una imagen [la del sacrificio] que contiene toda vida y su daño, toda la pérdida y el placer del soplo. Comisura y patera.”

Léxico y letras

Sacrificio tiene mucho de conclusión de su título predecesor, por no decir de toda su creación. Su tono viene sustentado en la, como siempre, rigurosa e interesante estructura de la obra: los poemas se ordenan en grupos de siete, siendo el último de cada serie, lo hemos visto, un estribillo con variaciones. Un total de 49 poemas, “como los años de la autora al escribirlo”, destaca Moga[xxv].

Marta Agudo recuperó en su última entrega la brevedad de las piezas y su lenguaje escuetísimo, pero definido por la característica y densa riqueza de imágenes. Se trata de prosas breves o versículos y de algún poema en verso, escritos en primera persona, con acotaciones de voz impersonal, y asperjando su habitual sintaxis truncada y los encadenamientos de poemas.

“Una idea recorre esta poesía: la del sacrificio de los individuos -de los inocentes-, que evacúan sitio en la existencia para los que llegan a ella en un ciclo constante e implacable”

Como en el trabajo anterior, será el de la voz un lenguaje impregnado de términos médicos con distintos registros de uso, entre lo numinoso y lo áspero. La corporalidad de esta poesía encuentra un sutil y complejo remache de tales usos en su faceta metapoética. La taracea metafórica que engarza cuerpo y lenguaje desarrolla en Sacrificio matices, como suele, ricos y da poemas apasionantes (en especial, los poemas 26 y 34 y algo del 39). Sí, escribe “Falta léxico, faltan letras” y nos remite a las que en el código de cada gen traban aminoácidos y proteínas, tanto como al momento en que el lenguaje naufraga ante el sufrimiento porque… no hay palabras. Más allá de eso, está la gramática desacordada del cuerpo enfermo -excepción de su regla, ratificación exiliada de un paraíso normativo: la tragedia de la creadora apolínea traicionada por el caos- y en su acaparadora nacionalidad apunta resonante y misteriosamente a “otro posible orden al que brindar la razón del sacrificio.”

Licet

El último estribillo de Sacrificio, el que cierra el conjunto, dice “He tenido que llegar hasta aquí para entender la sumisión jovial de tanta despedida.” Si no tenemos en cuenta el epílogo, despedida es, pues, la última palabra de la voz entregada por Agudo. Por si fuera poco, a modo de colofón estremecedor, tras el epílogo aparece la fórmula latina Licet, que podría traducirse por “se ofrece” o “está en venta”. Una autora con un sentido dramático tan acusado, tan apegada al barroco, se despide así, con un último saludo en el escenario, y con un mensaje claro: una mujer sabe que ha llegado su turno y está preparada para ser ofrendada en el sacrificio y dejar a otro su lugar.

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Poeta hasta el final y despidiéndose como tal de la vida, la obra de Marta Agudo es el fruto de una forma de mirada sobre el mundo, precisamente de un estilo de vida, tanto como de su fe en la palabra poética, que compartimos quienes creemos con ella que “la verdadera patria del hombre es el idioma.” Lo dijo bien Julieta Valero: “(…) el único territorio posible para la poeta, las arenas movedizas del lenguaje.” De esas arenas emerge esta poesía magnífica, que perdurará.

Agradecimientos: a Eduardo Moga, por su atenta revisión de este artículo; sus consejos e informaciones, como siempre, no tienen precio. De nuevo a Moga, y a Julieta Valero, porque sus estudios sobre la poesía de Marta Agudo iluminaron claves que me han sido muy útiles. A Eva Veiga y José Antonio Jiménez Navarro especialmente, por su paciencia y por lo que me han enseñado. A José Antonio Arcediano, José García Obrero, Carlos Quesada, Joan de la Vega y Bernat Padró. Ha sido un placer el intercambio con ellos en busca de precisión sobre cuestiones filosóficas, retóricas y editoriales. Gracias siempre a Jordi Gol, porque sin su ayuda la web de CARAVANSARI habría naufragado.

Ninguno de ellos tiene responsabilidad ni relación alguna con las opiniones vertidas en este trabajo en relación a aspectos éticos de la vida literaria española.


[i] En “Las razones de una vida”, epílogo a Los trescientos escalones (Bartleby Editores, 2012) de Paca Aguirre, pág. 114.

[ii] Epílogo de Julieta Valero a la edición de Fragmento (Godall, 2022). Todas las citas del libro se refieren a esa edición.

[iii] En el Prólogo al volumen colectivo pájaros raíces. En torno a José Ángel Valente, firmado por sus coordinadores, Marta Agudo y Jordi Doce, y sobre el que volveremos, ambos autores hablan de “(…) la fe de todos sus participantes en la palabra poética, su conciencia de la poesía como un destino irrecusable.”

[iv] En “Marta Agudo, lo verdadero e intransferible”, Manuel Rico, El PAÍS, 16/04/23.

[v] Numerosas antologías trataron y tratan de dar cuenta de todo el proceso con más o menos criterio y distancia, y menos o más toma de partido. Se puede consultar al respecto “Antologías casi últimas de poesía en castellano: una aproximación”, VVAA, en CARAVANSARI, núm. 5 (2014), págs. 6 a 25.

[vi] Poesía Pasión. Doce jóvenes poetas españoles (Libros del innombrable, 2004), Eduardo Moga, ed., pág. 91.

[vii] Fragmento, Epílogo, pág. 76.

[viii] Cuando Marta Agudo escribe “Las razones de una vida”, dedica algunas líneas reveladoras a este tema. Si bien no agotan las facetas de su caso, las reproducimos a continuación: “El vínculo entre la literatura y la persona se expresa a menudo desde la metáfora corporal, como si fuera una secreción imposible de contener. Sí, la fisicidad es sin duda eje fundador en un buen número de escritoras: en sus labios abrevarán los futuros poemas que, al modo de una eucaristía desmasculinizada, se ofrecerán como carne y sangre propias (Ana María Facundo: ‘la poesía parece haber estado siempre en mí, tan connatural a mí misma como a mi propia respiración’).” (pág. 89).

[ix] Aquí y allá, encontramos posibles indicios sin suficiente entidad, pero al cabo interesantes, de esta sombra en los versos de Agudo, como las imágenes de un cielo enladrillado: así, la “argamasa celeste” del poema final de Fragmento o el “salitre de los cielos” (“Secuencia”, poema 2 de 28010).

[x] En 2004 se doctora con la tesis La poética romántica de los géneros literarios: el poema en prosa y el fragmento. Situación europea y su especificación en España; al año siguiente fue coeditora de Campo abierto. Antología del poema en prosa en España (1990-2005) (DVD, 2005) y coordinó junto a Carlos Jiménez Arribas el dossier “El poema en prosa: Nuevas perspectivas sobre un género en alza” en el núm. 262 de la revista QUIMERA.

[xi] Con posterioridad a la aparición de Fragmento, pero ese mismo año, Eduardo Moga dio a la imprenta Poesía Pasión. Doce jóvenes poetas españoles, una valiosa antología a la que el tiempo, en general, ha dado la razón. En una operación poco frecuente, Agudo aparece antologada en estas páginas con poemas que acaban de publicarse, más tres pequeñas prosas inéditas y luego no recogidas en volumen, que adelantan lo que será 28010. En Poesía Pasión… los poemas de cada autor se acompañan de una breve nota bio-bibliográfica, una Poética debida a los propios poetas y un pequeño estudio crítico a cargo de Moga. De esa Poética y del estudio proceden las siguientes citas, salvo cuando se referencia otra fuente. Esta cita se encuentra en la pág. 87.

[xii] Prólogo de la autora a su traducción de Todo es ahora y nada / Tot és ara i res (Ediciones Trea, 2014), pág. 23.

[xiii] Es elocuente el campo semántico fúnebre que recorre esta obra y sigue presente en las siguientes: “fosa”, “cráter”, “hendidura”, “cal”… Y lo mismo el del “empujón” y el “golpe”.

[xiv] El placer aparece en la obra de Marta Agudo vinculado a imágenes de dinamismo y renovación, marinas alguna vez y concretamente en relación con las mareas. De hecho, hay en toda su producción una cierta tendencia a plasmar las imágenes de la Vida -como las del desbordamiento- casi en términos de mecánica de los fluidos, especialmente del agua, elemento cargado de resonancias simbólicas. Pienso, por ejemplo, en la forma en que dialogan entre ellos dos poemas de Historial y Sacrificio. El de aquél, dice en su inicio: “El agua equidistante de un cuerpo a la vida, del cuerpo a la tierra porque el equilibrio, se sabe, no admite la más lúcida distracción.” (Pág. 65); replica el segundo poema, abriendo el volumen: “Volcada hacia fuera: extensión de la forma. Y el ser humano: setenta por ciento de agua que horada el aire. Entre el margen del agua y la atmósfera sucede el mundo, su desmayo inaudito.” Sobre el mar en particular, hay interesantes reflexiones en “Las razones de una vida” a partir de la página 107. Habrá quien lo estudie, porque supera el ámbito de este trabajo.

[xv] En pájaros raíces hay, además de los ensayos, una sección de homenajes poéticos a Valente; este poema fue precisamente el elegido por la autora para participar en ella. Como curiosidad, por cierto, recordaremos que en la reedición de Godall cierra el libro en la página de colofón un poema del gallego, “XXXIV” de El fulgor, dedicado a un diálogo con el propio cuerpo.

[xvi] En “Las razones de una vida”, nuestra autora es particularmente explícita en lo referido a su evolución en cuanto a la problemática del género en la literatura: “Me sonroja un poco reconocerlo, pero, desde la poltrona que supone haber nacido en una familia no religiosa y vivir en una época con ministras y alguna que otra Académica de la Lengua, hasta la preparación de este epílogo nunca concedí la debida importancia al hecho de que -a día de hoy- sigue excluyéndose a ciertas personas por motivos sexistas. Sin llegar a formularme siquiera un juicio claro al respecto, este asunto me generaba una especial pereza por miedo a caer en un sentimiento de marginalidad victimista y, lo que es peor, paradójicamente acomodaticio. Siempre pensé que la buena literatura acababa imponiéndose con independencia de quién estuviera detrás del folio. (…) Resulta desolador comprobar cómo la mayoría de escritoras han quedado arrumbadas en una bibliografía compuesta por hombres y elaborada de acuerdo con un canon casi huérfano de voces de mujeres.” (págs. 85-86). Nos interesa aquí destacar que, al detallar Agudo cómo algunas autoras tuvieron que encontrar formas para desarrollar su discurso poético, titule el apartado “Reconstruyendo el sujeto”. Más allá de las cuestiones de género, luego abundará sobre el particular al hablar de “(…) la utópica e indefectible empresa que es el conocimiento propio. (…), cualquier texto de inspiración autobiográfica constituye en sí mismo una ficción (…).” (pág. 95).

[xvii] La casa es el otro refugio de 28010. De nuevo al hablar de una obra ajena, la de Paca Aguirre en este caso, explicita aspectos de la propia: “La casa: útero en el que afincarse, lugar de encierro donde poner en orden los objetos o ‘monstruos cotidianos’ que aparecen a lo largo de poemas y narraciones, a veces refugio y otras cárcel de la que escapar a toda prisa, único territorio que permanece y hace que perdure todo aquello que forma parte de él.” (“Las razones de una vida”, pág. 104).

[xviii] Hay algo de terriblemente premonitorio en esta parte, en la que leemos “me persigue el idioma en que se expresa el moribundo.” Y habremos de recordar esa mención al rito cuando lleguemos a Sacrificio.

[xix] Sobre el tema de la enfermedad en nuestra reciente poesía, puede consultarse el estupendo artículo “El cuerpo enfermo en la poesía española del siglo XXI: la renovación de un motivo literario” de Sergio Fernández Martínez en CASTILLA: ESTUDIOS DE LITERATURA (núm. 9-14, 2023, págs. 195-224).

[xx] Queda para otro lugar el estudio de las afinidades entre poeta y fotógrafo: Erhardt ha incidido varias veces en su interés por el carácter fragmentario de su disciplina, si bien seguramente por latitudes culturales más específicas que las de ella.

[xxi] Esta “Coda”, con “Globalización”, otra pieza recogida en Historial, son los dos únicos poemas articulados a su vez en secciones de toda la producción de Marta Agudo, reflejándola fractalmente. Ocurre que, al fin, “Coda” se escribió expresamente para acompañar una exposición de Cano Erhardt. Y aunque no desentona en el conjunto de Historial, y está en su mismo origen, tiene demasiado peso específico como para no buscar su propia órbita. En todo caso, bien merecería una edición exenta acompañando a las fotos de la serie.

En cuanto a la composición en sí, sus secciones se acompasan con lo que parecen fotos fijas del origen del mundo, o de su epílogo (“(…) al fondo podía escucharse la memoria de dos mares gemelos”). Como la paloma que se equivocaba, los delfines llegan a este trozo de esqueleto planetario, puro en sus olas de sal, para naufragar en una hostilidad molecular ajena a ellos. En un simbolismo dinámico, la anáfora que sostiene los cinco movimientos del poema (una vez más, la estructura), nos recuerda que coterráneamente “Se derramaba la vida por los lados” y, en efecto, los reinos de la vida, con sus estrategias de supervivencia, crecerán y se multiplicarán por estas latitudes, conformando una magnífica naturaleza ajena a Dios, paisaje al fin de nuestra soledad cósmica.

[xxii] Hay una última colaboración entre fotógrafo y poeta en una obra colectiva que se editó bajo el título Revelación de las formas (Galería Luis Burgos, Colección El Lotófago, 2022), y de la que no he podido conseguir un ejemplar. Al parecer, en ella se recoge un poema inédito en parte. De nuevo la obra completa de la autora nos dará, quizás, noticia de él.

[xxiii] En el artículo “Cuánta vida, cuánta muerte” de Eduardo Moga (revista SURCO, núm. 1, 2023, págs. 89-93).

[xxiv] Así, por ejemplo, en Fragmento, págs. 15, 16, 23 y 55; en 28010, págs. 36 y 54; en Historial, págs. 28, 33, 34, 41, 50 y 70; en Sacrificio, págs. 16, 58 y 61.

[xxv] Moga, Ibid.