Hueso
José García Obrero
Godall Ediciones, Barcelona, 2022
J. A. Arcediano
El gran –y siempre irreverente– Oscar Wilde escribió: “Decir a las gentes lo que deben leer es generalmente inútil o perjudicial, porque la apreciación de la literatura es cuestión de temperamento y no de enseñanza.”1Oscar Wilde. Hay que leer o no leer. En Ensayos-Artículos. Hyspamérica Ediciones, p.288. Y a pesar de tan sabias palabras, aquí está un servidor ejerciendo tan insana y poco recomendable tarea, contraviniendo las ideas del genio dublinés. Y todo ello para celebrar, más que ensalzar o recomendar el quinto volumen publicado de la obra poética de José García Obrero (1973) poeta colomense-cordobés, poeta catalanoandaluz, o andalocatalán o, mejor aún, poeta, sin más. Poeta, que no es poca cosa.
No me resulta nada fácil hablar de este libro de poemas, dada su densidad, su complejidad y su espectacular despliegue retórico, al servicio siempre –eso sí– de la búsqueda de lo esencial, en una especie de ejercicio post-estructuralista, inmerso en una suerte particularísima de teoría general de sistemas (al estilo del más filosófico Luhman) según la cual ante una realidad extremadamente compleja, debemos multiplicar la cantidad y complejidad de nuestros recursos para tratar de comprenderla y/o explicarla.
Así, la profusión de matices con los que salpica nuestro autor sus fragmentos o poemas en prosa, se encaminan a hacer inteligible la riqueza de los fenómenos que se sitúan ante su/nuestra mirada. En Hueso asistimos, utilizando palabras de Juan Carlos Mestre y Miguel Ángel Muñoz Sanjuán, a la poesía “como expresión mayor de lo invisible”2Prólogo a No-haiku, de J. Mª Millares Sall. Calambur, 2014, p.9, de lo que se puede empezar a intuir y observar cuando apartamos el velo de malla que –decía Schopenhauer– envuelve a la realidad. A riesgo de caer en el reduccionismo, podría decirse: mirar, escuchar, oler, gustar, tocar atentamente para poder intuir, sentir, percibir, imaginar e interrogarse. “De la lucha entre la luz y el insecto nace la pregunta”, nos lanza así, sin más, para abrir el volumen, García Obrero. Y la pregunta, resuelta o no, nos conduce a que “ambos [insecto y luz] acaban fundiéndose en la hierba”. A mi entender, aquí se nos muestra una de las claves del poemario. Se trata, aunque pueda parecer lo contrario (un texto contemplativo) de un libro de acción. Una acción basada en la constante dialéctica (insecto/luz) entre pensar sensaciones y sentir pensamientos, que desemboca en el poema, artefacto lingüístico y verbal por excelencia, en el que ambas acciones se encuentran, se enfrentan, se amalgaman y se superan, resolviéndose en una realidad más elevada. Es así que el autor se nos muestra como un artesano de la palabra, elevado por sus propios méritos, por su hacer hábil y esmerado, a la categoría de artista. Artista de la palabra, del verso, de la poesía: Poeta.
El poeta nos muestra la melodía del mundo en movimiento, con una mirada que intenta aprehenderlo desde diferentes puntos de vista, desde un afuera que es adentro, desde una distancia que se revela (y rebela) irreal, que es mera ilusión, y nos presenta el acontecer cíclico de la existencia como receptáculo de la vida en sus manifestaciones, materiales e inmateriales. Para ello debe trasladarnos al plano del lenguaje, y aquí convendría recordar las palabras de Saúl Yurkievich: “la patria del poema, su lar y su morada, es la lengua”3Saul Yurkievich. La patria del poema. En Poesía Hispánica contemporánea. Galaxia Gutenberg, 2005, p.321, sin olvidar por ello, recurriendo a Borges, que “el lenguaje es una creación estética”4Jorge L. Borges. La poesía. En Siete noches. Al. Editorial, 2ª reimpresión, 2002, p.104, y que “cada palabra es una obra poética”5Íbid., p.102, razón, entre otras por la que existe eso que llamamos poesía. “Las palabras se distribuyen por la geografía de la mente, parpadean como pétalos eléctricos”, escribe García Obrero en “Noche solar” (p. 16), y así el lenguaje será nuestro código clarificador. El lenguaje añade luz a las tinieblas. Pero antes que lenguaje hubo conciencia: “¿Y esta conciencia en la que parece caber la noche toda? ¿Y esta astilla de luz que avanza enmudeciendo cuanto alumbra?” (“Formas sobre el lienzo del azar”, p. 17).
Por ese camino se permite García Obrero situar sobre su lienzo cosas tan íntimas y atrevidas como el cunnilingus, a modo de metáfora de la avidez por hallar el logos, descubrir el núcleo incandescente de la vida. E incluso, de algún modo, somos testigos del orgasmo y la eyaculación (aunque puede ser que todo ello solo habite en la mente desviada y degenerada de este pobre comentarista): “Solar baldío sobre el que el arquitecto proyecta levantar ideas altas y redondas como Torres Blancas. Música que brota y brota; cantata que cae vertida desde un hueso invisible hasta tocar el con razón así llamado músculo” (P. 19).
Así, mediante la sensación y la memoria, “sistema tubular de imágenes” (“Otra derrota del bosque”, p. 26) avanzamos en una primera parte sin título hasta alcanzar la segunda, Sol, subdividida en dos subapartados (Sol mayor y Sol menor) y dotados ambos de la estructura musical de la suite barroca, al más puro estilo de Händel y Bach. Ambas suites están conformadas por una serie de danzas-poema (preludio, alemanda, courante, sarabanda, minueto y giga) que enmarcan las dos piezas en el canon, para regocijo de puristas y ortodoxos. Un servidor, si se preguntase sobre si el mundo y la naturaleza están dotados de una estructura musical, se respondería tal vez que sí, aunque se hubiera imaginado la existencia más como una rapsodia, anárquica, carente de orden. Sin embargo, García Obrero, hombre de mente más sana y estructurada, la ve como una suite, ordenada, concordante, progresiva y armónica.
La suite en clave de Sol es preponderantemente urbana. La melodía de Sol mayor resuena en escenarios exteriores, las calles, las plazas, los bares, los lugares donde los seres humanos se buscan (o no) y se encuentran (o no). En cambio, en Sol menor, las notas resuenan ya, mayoritariamente, en la intimidad del hogar. Ambas, no obstante, emulan el procedimiento joyceano al transportarnos a lo largo de la odisea de un día entero. En Sol mayor los individuos son una “bandada que huye del incendio y vuela envuelta en llamas” (p. 34). Esa bandada es la de “los que acuden al mar nocturno”. Todo acaba cuando “los primeros barcos zarpan cargando sobre sus cubiertas los últimos vestigios de lascivia” (p. 38). En Sol menor, “el itinerario que traza la luz de este a oeste apenas se intuye tras la cortina”. El refugio que es la casa, el hogar, desprende también un cierto aroma de encierro: “Esta reclusión es idéntica a la caja de música donde una bailarina giraba al compás de un Nocturno de Chopin. Dos danzarines en la superficie de la cocina centrifugando al ritmo de la preocupación; una ciudad envuelta en la neblina de la incertidumbre; el mundo como un solo dedo empeñado en pulsar un día y otro la misma cuerda, la única cuerda muda.” (pp. 48-49).
La música de estas dos hermosas suites que componen Sol nos transporta hasta la tercera y última parte del libro: Aire. Si todas las citas empleadas por García Obrero en Hueso son exquisitas y certeras, la de José Ángel Valente que encabeza Aire es, a mi entender, la que en ese aspecto sobresale entre las demás. Da de lleno en el blanco, anunciando inequívocamente lo que nos espera:
Se fue en el viento,
volvió en el aire.
El viento, en su furia, barre los escenarios de nuestra realidad y se lleva consigo seres y elementos cruciales en nuestra existencia. Nos sume en la pérdida. El aire, en su regreso, o mejor, en su permanecer suave y delicado, nos devuelve sutilmente el aroma de todo lo perdido, nos reconforta de algún modo, nos consuela de las pérdidas: “Al final, siempre suena de fondo la música oportuna: la que un soplo libera para aliviar la pesadumbre. Con él se aleja el aire tras repartir caricias para todos.” (“Un paisaje incompleto”, p. 56).
Entre ese ir y venir del viento y ese permanecer del aire, el autor nos deja, en un conmovedor poema dedicado al querido y añorado amigo y poeta Pedro Cano, una hermosa metáfora de lo que podría ser la poesía: “No basta con mirar al pájaro, hay que nombrarlo cuando arranca el vuelo.” En “La llama no sería sin el aire”, nos presenta a éste en otras de sus acepciones fundamentales: como respiración, como elemento imprescindible en toda combustión, en la génesis del calor que propicia la vida y como elemento esencial que se resiste a la concreción, a la forma.
Aquí erige García Obrero su panteón personal, recordando a sus seres queridos, que ya no están en materia, pero sí en espíritu, sin dejarse vencer por el sentimentalismo, pero con ternura y delicadeza, manteniendo un tono de moderación elegíaca y sin perder de vista ni la semántica dominante a lo largo de toda la obra ni el hilo temático que le proporciona unidad. Como colofón, “Ajmátova vislumbra Leningrado”, escenario en el que el viento sigue soplando con fuerza y sigue erosionando la realidad “como agua que araña un pedregal”. El poeta nos desembarca de su nave en el mismo punto donde nos hicimos a bordo. Allí se silencia, por el momento, su voz, y “cuando el canto se detiene el poema acaba fundiéndose en la hierba”.